Manuel Velandia Mora
Bogotá. 06/05/2005
Revista Semana, Edición 1205
A raíz de los informes sobre niños que se prostituyen en la Zona T de Bogotá, Manuel Velandia se pregunta por qué el Estado e instituciones como el ICBF siguen de brazos cruzados permitiendo que estos adultos vulneren los derechos de los menores.
En Bogotá, la explotación sexual comercial de menores ha existido desde muchos años atrás. Ya en 1978 hombres jóvenes, miembros de las fuerzas militares, vendían su cuerpo por un paquete de cigarrillos y una pequeña "ayuda económica". Hacia 1994 apareció un grupo cada vez más amplio de menores de edad, entre los 8 y los 22 años, comercializando su cuerpo en la Zona Centro de Bogotá, en un sitio denominado la Terraza Pasteur; dos años después encontramos jóvenes de estas mismas edades y en actividad similar en la zona de la carrera 15 entre calles 76 y 92; en 1998 se toman el Parque Nacional.
A principios de la presente década se ubican en las inmediaciones de la Universidad Javeriana; más recientemente, un pequeño grupo de jóvenes entre los 14 y los 18 años asumen como su centro para los contactos con los clientes, la zona comprendida entre las carreras 8ª y 11 y las calles 80 y 86.
La gran diferencia entre estos últimos casos y los anteriores radica en que estos niños y adolescentes pertenecen a los estratos 5 y 6, y no a los estratos 1, 2 y 3 como lo tradicionalmente lo había sido. Esto significa a su vez una clientela con una capacidad adquisitiva mayor, ya que uno de estos niños y jóvenes puede cobrar entre $300 mil y $500 mil. Según afirma el sociólogo Misael Tirado Acero estos jóvenes utilizan lo que cobran por su actividad sexual "como complemento económico para disfrutar de bienes y servicios no vitales, pero que hacen la vida más grata y flexible, como es la posibilidad de tener acceso a ropa y sitios de diversión".
Las investigaciones de Tirado, Carlos Iván García y Manuel Velandia coinciden en que para estos jóvenes tener relaciones genitales con otro hombre, independientemente del rol que asuman, no determina su identidad de orientación sexual como homosexuales o bisexuales. Es más, es claro que para hacerlo no hay que pensarse o asumirse homosexuales, como tampoco lo hacen sus clientes, razón por la que epidemiológicamente hablando se les clasifique como "hombres que tienen sexo con otros hombres". Es decir, en razón de sus prácticas y no de su identidad de orientación sexual.
El hecho de que la explotación sexual comercial de los niños y adolescentes esté sucediendo en estratos 5 y 6 de la sociedad capitalina, que estos chicos sean estudiantes de los colegios más "distinguidos" de la ciudad y que pertenezcan a renombradas familias, ha puesto el dedo en la llaga de un problema que por haber sido hasta ahora de los excluidos no tenía la resonancia y magnitud que debiera tener. Sin embargo al tratar de comprender los orígenes de esta situación, los analistas se han quedado en contar qué sucede con los menores y no han profundizado sobre los clientes y el delito que comenten.
En las recientes investigaciones sale a flote lo más superficial: que los jóvenes parecen no tener graves problemas con sus padres, buscan mejorar su heteroimagen comprando prendas y accesorios de marca, asumen que esta es una actividad pasajera y la toman más como un pasatiempo que como una actividad laboral. Lo que se esconde detrás de esta situación muy seguramente está relacionado con que en la familia y en la escuela la educación en sexualidad es eminentemente fisiológica, se queda en recitar de memoria información sobre los órganos sexuales y sus funciones, y muy poco se orienta a profundizar en lo que realmente es importante: educarse para vivir plenamente la sexualidad y hacerlo en la conciencia de ser persona, ciudadano y especialmente sujeto de derechos.
Tal vez porque la educación para la sexualidad no es importante en las instituciones educativas y la familia, y más aún porque nunca se les hace énfasis a los menores en que se reconozcan como sujetos de derechos, los chicos en mención no se consideran ni explotados ni abusados sexualmente; más bien consideran que lo suyo es un ejercicio de "libertad" pues afirman que "establecen libremente las reglas de la negociación", sin que "nadie los obligue"; creen que su actividad es un "pasatiempo" ya que al no pensarse víctimas de explotación sexual comercial por parte de un adulto no entienden que su dignidad está siendo vulnerada por aquellos clientes a quienes llaman "amigos".
Un niño no puede dar consentimiento porque no goza del ejercicio pleno de su autodeterminación. Pero un adulto, que actúa como cliente o facilita el espacio para la relación sexual, además de ser un explotador es un vulnerador. Estos explotadores sexuales no reconocen que como resultado de sus propósitos ilícitos atentan contra el principio de dignidad de los menores; alteran su desarrollo emocional; los reducen a la condición de objetos sexuales, primando en estas relaciones la situación de indefensión de los menores, el chantaje emocional y la coerción económica. Los vulneradores, muchas veces hombres prominentes de nuestras sociedades, no logran dimensionar el impacto y daño que la utilización sexual causa en los niños y adolescentes.
Los vulneradores sexuales son delincuentes cohonestados por otros miembros de la sociedad civil y del Estado, quienes igualmente violan los derechos de los chicos, ya que no los reconocen como sujetos de derechos, y además porque con su omisión y falta de acción personal e institucional crean las posibilidades para que esta violación suceda.
El Estado no ha demostrado un pleno interés en asumir la dimensión ética y política de los derechos humanos y sexuales de los menores, y en aplicar las legislaciones nacionales e internacionales que ha suscrito en temas tan diversos como la declaración universal de los derechos humanos, la convención sobre los derechos del niño, el convenio sobre las peores formas de trabajo infantil y la acción inmediata para su eliminación -subscrito mediante la Ley 704 de 2001- y el protocolo facultativo de la convención sobre los derechos de los niños relativo a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de los niños en la pornografía.
Recordemos que según la Constitución Política, en Colombia, los niños "serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física y moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos". En tal sentido, la familia y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger a los niños y de sancionar a los infractores. Queda entonces la duda de por qué, si sobre esta situación se conoce desde hace varios años aún el Estado, e instituciones como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, siguen de brazos cruzados permitiendo que estos delincuentes continúen vulnerando el futuro y presente de nuestros conciudadanos. ¿Será acaso porque en este tema también hay delincuentes de cuello blanco?
*Investigador Social, sexólogo y magíster en educación, ex Vicepresidente de la Sociedad Colombiana de Sexología y director de la Revista Latinoamericana de Sexología. Correo: investigador@manuelvelandia.com
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