martes, 25 de enero de 2011

APOYO AL QUE TIENE SIDA

Por Manuel Antonio Velandia Mora 
Publicado en el Diario El Tiempo, Bogotá, Colombia 
Fecha de publicación: 16 de diciembre de 1990
Cuando en 1984 pensé en la necesidad de desarrollar un programa de prevención de SIDA en el país, muy lejos estaba de imaginar que tan solo seis meses después moriría con SIDA la primera persona en Colombia: una mujer en Cartagena. Sin embargo, para todos, incluso para el sector oficial, la infección por el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) era una situación desconocida.
En 1985 murió mi primer amigo de SIDA, y aquello que era apenas una información sobre algo que podría llegar a ser verdad, se hizo realidad.
Mi temor y el de aquellos que estaban cerca se acrecentó. Algunas personas que habían sido mis compañías sexuales o las de mis amigos resultaron infectadas; a otros, el diagnóstico les llegó demasiado tarde y a los pocos meses murieron.
Lamentablemente encontré que, como en otras partes del mundo, el problema fundamental gira, para muchos, en torno a quienes lo padecen o lo pueden padecer y no en torno a la enfermedad en sí.
Sentimos entonces que la vida una vez más nos toma por sorpresa y nos apremia la necesidad de extender la educación a grupos mucho más amplios de población. Con algunos voluntarios se integró el Grupo de Ayuda e Información. Comenzamos a realizar visitas continuadas a los lugares de encuentro de hombres con conductas homosexuales, de trabajadores sexuales y a equipos de salud.
El SIDA se volvió tema de moda. Todos los medios hablan de él. No obstante, fue y sigue siendo apenas un tema, no hay una aproximación real al riesgo de infección y se toma aún como una enfermedad para los otros: los homosexuales, los drogadictos y promiscuos. Esta es una realidad que violenta a sectores específicos de población que siguen siendo rechazados.
Los pacientes sufren permanentemente la violación de sus derechos por parte de profesionales de la salud, de sus amigos, familiares, de los medios de comunicación masiva e incluso de la Iglesia que se niega a aceptar el condón como una de las alternativas ante la infección y que se niega a proporcionar una pastoral adecuada a los enfermos.
Para muchas familias, el SIDA ya no es un tema. Es una dura y cruda realidad. Pero el rechazo no ha cambiado: en nuestro medio, es tan real como la enfermedad misma.
No solo se violenta a quienes sufren la infección y a sus allegados. También lo somos quienes hemos asumido una responsabilidad social frente al problema. Yo mismo fui amenazado de muerte por un grupo de extrema derecha que consideró que, a través de esta importante labor, se estaba promulgando el libertinaje sexual. Fui también ultrajado por una ama de casa que, después de verme en un programa de televisión, me encontró un día en un bus y le pidió al conductor que me bajara porque supuestamente vivo con el SIDA.
Este rechazo y la repercusión sicosocial de la infección son, obviamente, producto de la desinformación y la falta de preparación. Ha servido de excusa para marginar aún más a grupos y personas de por sí marginadas desde siempre por nuestra sociedad.
La responsabilidad que asumimos hace ya varios años sigue en pie y el nivel de compromiso es cada vez mayor. Tenemos la certeza de que nuestro trabajo ofrece la posibilidad de una vida más positiva para quienes viven con el VIH o han desarrollado la enfermedad. También posibilita cambios de actitudes y prácticas en personas que saben que pueden y deben alcanzar niveles de vida dignos, sin importar su condición.
Pero no solo hemos ayudado a que otros vivan mejor, sino que hacemos escuela para nuestras propias vidas: vivimos como si tuviéramos el virus y esto nos permite amarnos más a nosotros mismos y a los demás. Nuestra vida es entonces cada vez más rica, más positiva, y cada día que pasa adquiere un nuevo sentido. Estamos vivos y sufrimos, amamos, reímos y lloramos al igual que quienes viven con VIH o con SIDA.
Mi labor y la de mis compañeros no es un hecho aislado, pero es una labor que debería ser de todos pues las perspectivas no son nada tranquilizadoras. Mientras no asumamos esta problemática como nuestra, tendremos que someternos al dolor de ver a nuestros hijos, hermanos, compañeros, vecinos, amigos padeciendo la enfermedad y el rechazo social. Todos estamos expuestos a la infección, pero también todos podemos anticiparnos al riesgo de adquirirla.

domingo, 23 de enero de 2011

Identidad sexual, Justicia y Amor

Por Manuel Antonio Velandia Mora
España, Enero 2011

Entre el “deber ser” de la sexualidad y la vida real de los seres humanos, muchas veces hay grandes diferencias. Justo ayer discutía con alguien sobre cómo puede definirse una persona transexual y llegamos a la conclusión que lo más correcto sería decir que un hombre transexual es aquel que nació con vagina. Por otra parte por ejemplo la definición de la orientación sexual homosexual sería “un hombre (biológico, optado o transformado) que orienta sus deseos, afectos, genitalidad y eroticidad hacia otro hombre biológico, optado o transformado”.

El problema en la definición de las sexualidades es que siempre hemos pensado que la sexualidad es un hecho biológico; no podemos negar que las variantes biológicas son mucho más amplias que las explicaciones sobre las sexualidades, pues estas son construcciones socioculturales, definiciones con base biológica  que ignoran o pretenden negar dicha diversidad.

Los reconocimientos o negaciones que hacemos de los otros seres los construimos a partir de nuestra historia, una historia que generalmente pretende ubicar a los seres humanos y su sexualidad en polos opuestos y supuestamente complementarios.

Cuando conocemos una persona lo que nos atrae o rechazamos es aquello que vamos conociendo en el transcurso del proceso relacional; generalmente vemos las prendas y accesorios que cubren los cuerpos, oímos voces y tonos de estas que algunas veces identificamos como masculinas o femeninos y recibimos y damos afectos porque nos hacen sentir felices y plenos a pesar de nuestra propia historia y “conocimiento”.
Las sexualidades ya sean emocionales, experienciales, corporales y sus explicaciones no son de opuestos, son un punto en un continuo en un amplio espectro de posibilidades, dado que cada uno de nosotros  es un ser único e irrepetible si tengamos mucho de común con otros seres.

Cada persona es un ser que se construye o que está siendo como ser humano pleno en la medida en que logra “estar siendo” aquello que siempre ha querido ser. El “querer ser” no siempre es una copia fiel del “deber ser”, ya que este tampoco es real, sino que es una construcción tan móvil como lo es nuestra propia identidad y nuestro propio “querer ser”, y esto no solo sucede con nuestra sexualidad sino en y con muchos otros espacios de nuestras vivencias cotidianas.

La cultura avanza con el desarrollo humano, pero la cultura como construcción social va mucho más lenta en su transformación que las construcciones individuales sobre la sexualidad, así esta tenga muchos elementos comunes con la de otros seres.

Las organizaciones sociales se convierten así en espacios vitales en la construcción de trasformaciones personales, colectivas y sociales, tránsitos identitarios que muchas veces son interpretados desde fuera del ser que las experiencia, explica y emociona como transgresiones del “deber ser”, un “deber ser” que en nuestra cultura judeocristiana, machista, falocrática, misógina y marcadamente heterosexual niega la diversidad y la unicidad.
Los seres humanos tenemos un derecho fundamental que no es reconocido como tal, el derecho a Ser. Porque Ser implica todos los demás derechos, incluyendo el derecho a ser felices. Las relaciones sociales basadas en criterios sexistas son el germen de una serie de innumerables crímenes de odio hacia los cuales, incluso las leyes, son permisivas.

Entres las norma sociales y jurídicas y la realidad social hay un gran vacío, porque las leyes no siempre se basan en las necesidades de todos los humanos sino en los criterios de unos pocos seres, y estos algunas veces son abiertos y respetuosos de nuestra humanidad y otras veces profundamente opuestos a lo que los planteamientos judeocristianos proponen como el deber ser.

La felicidad es un proceso relacional, no solo tiene que ver con nosotros mismos sino que también tiene que ver con las relaciones que construimos y lo que en ellas encontramos, pero las relaciones son contextuales y se explican, se vivencias y emocional a partir de la cultura del espacio en el que estamos inmersos, de ahí que muchas veces pasemos desapercibidos y algunas otras seamos víctimas de crímenes de odio.

No podemos predecir cómo seremos aceptados o negados, pero ni la posible aceptación o rechazo debieran ser el criterio para decidir sobre nuestra experiencia; sin embargo, la realidad del relacionamiento como criterio de felicidad nos lleva a reflexionar sobre nuestros temores y las experiencias de aceptación o vulneración de las que otros seres has sido sujetos.

Se cree que quien busca su felicidad sexual es un enfermo, pero la que está enferma es la sociedad porque es su cultura la que nos enferma. Una cultura en la que se basan las leyes que determinan lo que debemos ser, negando así nuestro propio interés y necesidad. Tal vez por ello para que una sociedad cambie debe cambiar la norma y la cultura y nuestro aporte como seres humanos está en crear las condiciones para que todos sean felices y no para que solamente lo sean aquellos que viven o se ven obligados a vivir el deber ser.

La ayuda y el apoyo emocional no debieran ser para aquellos que quieren ser plenos sino para aquellos enfermos que les niegan a los otros desde criterios jurídicos, religiosos o culturales su derecho a ser felices. No puede haber justicia, amor ni equidad social cuando algunos que se consideran poseedores de la verdad, ya sea esta revelada o creada humanamente, pretenden que los demás asuman dicha verdad como la única posible, negando así los principios que predican.